«SI USTEDES NO SE CONVIERTEN, TODOS PERECERÁN DE LA MISMA MANERA»
Estimados hermanos:
El Evangelio de hoy nos presenta dos espacios continuos de reflexión. Mientras la primera parte, nos exhorta a tener presente la conversión como un remedio ante lo imprevisto y breve de nuestra vida, en un segundo momento, a través de una parábola, Jesús nos llama a entender que toda nuestra vida está en manos de Dios.
En este tiempo que nos toca vivir, muchas personas asocian la ocurrencia de desgracias, la mala fortuna o la muerte violenta a una vida de pecado o de desorden. Algunos, inclusive, creen ver en estos acontecimientos el castigo divino o la mano de Dios que aplica su justicia frente a aquellas “malas” personas que, si lo recibieron, es “porque lo merecieron”. Inclusive, para explicarlo, otros utilizan erróneamente una expresión ajena al cristianismo: “el karma”, definiéndola como esa “justicia cósmica” que norma que todo el mal que hacemos aquí, se pagará de una forma u otra en este mundo.
Por otro lado, cientos de años atrás, el Pueblo de Israel se había forjado una idea cercana, de que toda desgracia era fruto de los pecados y como tal, recibían un castigo equiparable a su falta quienes padecían estas eventualidades.
Precisamente, el pasaje del Evangelio de este día nos deja entrever que esta posición de nuestro tiempo y la posición judía tienen una lógica errada. Si bien, la muerte es consecuencia del pecado del hombre, ésta, venga como venga, será igual para todos.
Y, bajo ese criterio, ¿sería justo que alguien “bueno” padezca una experiencia “injusta” de dolor o muerte violenta? Frente a ello, una sola respuesta puede resultar muy dura, pero realista. Cristo aceptó sin condiciones la misión que el Padre le confió, siendo Él bueno por excelencia, murió injustamente. ¿Habría “karma” en ello? ¿Jesús sería un gran pecador para morir así? No olvidemos que la muerte de Jesús en la cruz le ha dado un nuevo sentido a la muerte, y nosotros hemos ido liberados por esa muerte humillante.
Y, entonces, si Cristo, el Justo, lo padeció todo, qué de menos nosotros que somos pecadores, y que no podremos evitar las consecuencias de nuestra vida de pecado. Pero esto no necesariamente nos tocará vivirlo en este mundo. Pero sí, lo que hacemos aquí y ahora, más tarde, en la otra vida, traerá consecuencias eternas.
Por todo esto, Jesús nos deja en este Evangelio una fórmula clave de acción para intentar, desde ahora, evitar el castigo eterno, “si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”. Conversión, entonces, es el medio de transformación del ser humano para entregarse a Dios como ofrenda. Implica un proceso de revisar el interior y abrir el corazón para ser de Cristo.
En las figuras utilizadas en la parábola, Dios es el dueño del terreno en el que Israel será como esa higuera que después de un tiempo prudente, es visitada para recoger frutos, que lamentablemente no hallará. Y, aunque con todo derecho podría el dueño de la viña derribar la higuera, que no tiene sentido pueda continuar permaneciendo en un espacio destinado para las vides, y dejar el lugar para cultivar algo más productivo, aparecerá la generosidad de Jesús, que, como viñador, pedirá una nueva oportunidad para preparar exclusivamente el terreno para la higuera.
Sobre esto, debemos recordar que, si bien el viñador cuidará su higuera, esto no significa que cumplido el tiempo y al no haber resultados positivos de nuestra parte, éste no habrá de cumplir su misión, cortándola de raíz.
Como miembros del pueblo de la nueva alianza, tenemos que revisar nuestro actuar y procurar dar abundancia de frutos buenos en el tiempo corto que nos puede tocar estar en la viña. La conversión será el modo por el cual, discerniendo nuestra propia vida, nos permita reconocer nuestras falencias y, así, poder corregirlas.
Que Dios, nuestro Señor, nos ayude a vivir una verdadera conversión de corazón y que, por intercesión de nuestra Santísima Madre, María de la Merced, podamos dar un fruto abundante, para mayor gloria de Dios.
Fr. Miguel Córdova Velásquez, O. de M.
Director General
Colegio “Nuestra Señora de la Merced”, Mirones Bajo, Lima